sábado, 15 de agosto de 2020

Donde se sueñan las novelas

He regresado a los pinares de mi infancia donde antaño construíamos cabañas. He vuelto a escuchar el zumbido de fondo de las abejas y he sentido la caricia de las vides repletas de uvas. Me he dejado envolver por las leyendas que la cima de Arnotegui desparrama sobre los caminos pródigos en zarzas y dadivosos de uvas y escaramujos. He visto cómo las hormigas se aprovisionaban para pasar el invierno por los veredas que suele ocupar la procesionaria.

Pinar

Sendero de hormigas


Me he detenido en la encrucijada que divide en tres el camino: hacia Arnotegui, hacia Nekeas, hacia las Salinas. Con la vista fija en la casa de las brujas he buscado el lugar donde se dice que fue decapitado san Guillén, el duque de Aquitania que asesinó a su hermana y que, después, arrepentido, tras peregrinar a Santiago, se quedó en la cima de Arnotegui a purgar el peso de su culpa. Y me he visto otra vez pequeña y llena de sueños, mientras en mi cabeza resonaban las risas de otros veranos. 

Casa de las brujas


Aquí fue martirizado san Guillén.


Este verano del 2020 me sabe más que nunca a cielos azules, a vacaciones infinitas en un lugar cercano y querido, a planes sencillos, a viejas amigas, a amigas que se han ido pero cuyas huellas me vienen a buscar. Sé que aquellos veranos de mi infancia no se han perdido. Que siguen allí entre la alfombra de hojas astifinas de pino, entre las vides y las abejas, entre las hormigas laboriosas, entre las cabañas que ya no existen, en ese Obanos pequeño e infinito rodeado de pequeños héroes: mis junteros, mis infanzones.

Obanos desde la carretera que sube a la ermita de Arnotegui


©Begoña Pro

Desde el Cerco de Artajona

Me acerco a tus muros solitarios esperando ver en los lienzos de tus murallas la silueta de un caballero. Y aguardo mientras escucho cómo la tormenta se aproxima derramando sobre la tierra gruesas gotas que empapan los campos. Al fondo creo vislumbrar una figura. Tal vez, la del propio Lasterra regresando de la Cruzada. Escucho el tintineo de sus espuelas de oro sobre la tierra reseca que espera la tormenta. Me agarro a tus piedras y miro tus almenas desde donde doña Urraca soñó un reino. 

Muralla del Cerco de Artajona


La tormenta, al fondo


Cerco de Artajona


miércoles, 5 de agosto de 2020

Encuentro con la historia


Hace unos días conocí a un descendiente de uno de los personajes que aparecen en una de mis novelas. Fue una casualidad. Surgió en el transcurso de una conversación aparentemente cotidiana. Además de la alegría que me dio tropezarme con él, me sobresaltó ese choque directo con la historia. Fue como si de repente yo hubiera viajado a la Edad Media, porque esa persona me hablaba de él como de alguien muy cercano, alguien a quien se trata de primera mano. El tiempo se disolvió para mí y fue como viajar a través de él, sabiendo que lo que me contaba era real. Me vi envuelta en una atmósfera de misterio, de tesoros, de poder. Y me entusiasmó. 
No puedo decir de quién se trata. Tal vez lo haga en un futuro. O tal vez no. De momento tengo que mantener el secreto. 
Tropecé con alguien que conoce su árbol genealógico desde el siglo XIII. ¡Guau! ¿No es simplemente maravilloso?

©Begoña Pro

Un lugar llamado Subiza

Subiza se convirtió para mí en uno de los parajes más significativos de la saga La chanson de los Infanzones debido a la trascendencia de dos de sus personajes principales que llevan este apellido. Estuve allí cuando escribí la tetralogía para conocer el sitio donde se movió Yenego Martínez de Subiza y donde situé a su hijo Álvaro. De eso hace ya varios años.

Ayer tuve la oportunidad de regresar, invitada por una lectora de esta localidad navarra. Me siento tremendamente afortunada por haber compartido un ratito con su familia. Y mi agradecimiento es infinito por la manera tan amable con la que me acompañaron por las calles de Subiza, describiendo y descubriendo otras trozos de su historia. En sus palabras se notaba el cariño y el amor profundo que le tienen a esta localidad. Porque el secreto de Subiza es la pasión que sus habitantes sienten por esta tierra en cuyo escudo se refleja el dorado de un sol infinito.

En Subiza el agua serpentea despacio. Todavía se conserva el viejo lavadero que, aunque seco hoy debido a la reconducción del cauce, conserva intacta la forma de la vasija adonde las mujeres acudían a lavar la ropa. Sí que sigue fluyendo el agua de su fuente en un lugar de miradas centenarias donde los constructores continúan haciendo hablar a las piedras. 









Enhiesta se empina la iglesia del pueblo donde las hiedras secas todavía se agarran a sus paredes. Y en la pequeña plaza destaca la placa que recuerda que L. Eguílaz y C. Oudrid convirtieron en zarzuela "El molinero de Subiza". Han desaparecido las escuelas y la vieja carnicería, pero el frontón se ha convertido en el punto de encuentro de todos sus habitantes.








Se levantaron en Subiza dos palacios. Uno ya desaparecido, cuyo lugar está marcado por un viejo muro. El otro se alzaba a la entrada del pueblo y en el siglo XVIII, cuando pertenecía a los Rada, se encontraba casi en ruinas. Fue Pedro Fermín Goyeneche quien le dotó del carácter señorial que todavía se aprecia hoy a pesar de su deterioro. Cuando su nieta, Mª Josefa Borda y Goyeneche, contrajo matrimonio en 1763 con Joaquín de Rada y Mutiloa, Pedro Fermín tomó la decisión de reconstruir el palacio como regalo de bodas para que los novios pudieran vivir allí. 

Hoy el palacio presenta sobre su fachada el deterioro del paso del tiempo y la huella de los ocupas y, tal vez, de los buscadores de tesoros. Ha desaparecido la colección de máquinas de escribir que tenía su último dueño. En el patio de las caballerizas han crecido las zarzas. La balaustrada ha perdido su esplendor y de los fogones de la cocina hace tiempo que no salen exquisitos manjares. Las tablas han sustituido a los cristales de las ventanas, pero en Subiza todavía recuerdan que ese palacio estuvo abierto para ellos hasta no hace mucho, gracias a la generosidad de su último morador.

Infinitas gracias K. e I.